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20150521

Arnedo, Carlos Felipe (1946 - )


Investigador Naturalista y narrador, nació en Adrogué (Bs. As.), en 1946. Al año se trasladó con su familia a la ciudad de Clorinda (Formosa). En 1969 se recibió de agrimensor en la Universidad del Nordeste (UNNE, Corrientes). 

Desde esa época se dedicó a la tarea que le brindó la posibilidad de recoger experiencias, anécdotas del lugar, a las que le dio forma literaria en los libros de cuentos Al sur del Pilcomayo, Más allá del Bermejo y Monte Lindo Grande. Estos son resultado de los viajes de investigación que realiza al interior de la provincia para adentrarse en la naturaleza y estudiarla directamente. Actualmente es Naturalista (EAN) y se desempeña en la Casa de la Provincia de Formosa en Buenos Aires, asesorando al público en turismo de aventura.

Obras:


  • Al sur del Pilcomayo (1991)
  • Más allá del Bermejo (1995)
  • Monte Lindo Grande (1998)

Textos de Al sur del Pilcomayo (1991)


Siñuelo


El campo adjudicado en venta a los Pérez, se hallaba ubicado en el centro-oeste de la provincia de Formosa. Totalmente alejado de toda propiedad particular tuve que traer la línea de relacionamiento de la más cercana, situada a siete kilómetros de distancia. Hubo que cruzar montes vírgenes de la explotación humana, realizando la picada entre grandes quebrachales, algarrobales y vinalares.
He visto en esa región burros salvajes; he cazado y comido un coatí jaheñó —es el coatí viejo que se alejó de la manada, se mueve poco, no pelea y casi siempre está gordo—. Y también, por primera vez, vi perros acostumbrados a andar en el monte, persiguiendo tatúes, o a los terribles chanchos, moritos o majanes, con miedo, con la cola entre las piernas. Ante mi curiosidad, los dueños me dijeron que debería andar cerca el bicho. Se referían al tigre o yaguareté. Sin embargo no lo pude ver.
Crucé, mientras medía, una laguna en forma de herradura, muy profunda, que nos dio mucho trabajo.
Llevábamos desde el casco de la estancia —un rancho grande, de adobe—, el avío, esto es, la comida para todo el día, pues no volvíamos hasta la noche.
Como en la casa no había muchas gallinas, ni chivos, y nos costaba conseguir carne vacuna, cazamos el coatí jaheñó y nos lo comimos. En el monte, y pese a que no estaba bien adobado, era rico.
Un sábado, después de trabajar duro todo el día, decidimos agenciarnos de patos picazos. ¿Cómo? Con un siñuelo, llamado de esa manera en la zona.
El domingo salimos bien temprano con el dueño de casa. Cerquita no más, había un estero que llenaba una superficie de aproximadamente cinco hectáreas. Alrededor, monte fuerte. Llevamos con nosotros una "pata" criolla, negra: era el siñuelo.
En los bordes nos aligeramos de ropas, y con la “pata”, machetes y escopetas, nos adentramos en el agua - que no nos llegaba ni a las rodillas- hasta un vinal chico, tipo matorral. Unos cincuenta metros.
Tapándolo de ramas, hicimos una chocita bien cubierta, de tal forma que nos ocultara, sobre todo, desde arriba. Pusimos unos troncos como asiento y atamos la “pata de una pata”. Le dimos como diez metros de soga.
No pasó mucho tiempo y nuestra dama concitó la atención de un galán que se precipitó hacia ella y a la muerte, sin salir de su rápido enamoramiento.
Al bajar e iniciar sus requiebros amorosos, le quebramos la vida de un escopetazo. Luego cinco galanes más pagaron caro su impetuosidad amorosa. El único calor que recibieron ese día fue el que se acumulaba en la olla.
Los cocinamos enseguida pues no tenían heladera en la estancia. Conseguimos avío para toda la semana.
Como no somos depredadores, cazamos sólo seis. El picazo es el gigante de los patos. Algunos machos adultos superan los cinco kilogramos.
Al siñuelo después de agradecerle con algunos maíces, la soltamos en el corral con sus congéneres.
Ella ni se percató. . . o sí?


La vez que le tuve lástima a una víbora

Era una ñacaniná. Víbora no venenosa cuyo sistema defensivo se basa en su tamaño y peso, lo cual le da mayor fuerza y velocidad.
Lo que voy a relatar aconteció en la provincia de Formosa, departamento Pilcomayo, entre los años 78/79 aproximadamente, durante la siesta, un día de intenso calor, en el momento en que estaba midiendo una chacra que tenía como uno de sus límites un camino. Justamente en ese camino se encontraban el dueño del predio, dos peones, yo y dos perros. Uno mediano tirando a grande y otro más pequeño parecido en tamaño y color a un aguaray (zorro chico).
Como dije antes, el hecho transcurrió a la siesta, a la vera del camino, cuando una ñacaniná de alrededor de dos con cincuenta metros de largo y cinco centímetros de grosor, pasó cerca de donde estábamos trabajando en la colocación de un mojón, y se metió en una cueva cercana. El propietario, al notar mi interés por la misma, me comenta que sus dos perros eran capaces de pelearla y matarla. Ante mi incredulidad –pues siempre pensé que los perros si bien a lo mejor no le tenían miedo a las víboras, sí las respetaban-, fue hasta la cueva y con la pala que usábamos para amojonar, cavó y la sacó a la superficie.
Inmediatamente azuzó a los perros contra ella. Estos que hasta ese momento la habían visto pasar con indiferencia, se abalanzaron sobre el reptil quién, enrollándose sobre sí mismo, adoptó una actitud defensiva.
En un primer momento, los perros lo torearon acercándose paulatinamente. Cuando estuvieron muy cerca, la víbora se lanzó al ataque contra uno de ellos y al hacerlo se estiró cuan larga era. Aprovechándose de esa situación el otro perro la agarró con sus dientes en el medio, y la sacudió violentamente dos o tres veces, luego la soltó en el instante en que la víbora se recomponía de su ataque anterior y se lanzaba sobre él, con escaso éxito, pues, aunque lo alcanzara no pasaba de ser más que un pinchazo, doloroso, quizás, pero sin consecuencias posteriores. El nuevo ataque de la víbora hacía que ésta se estirara nuevamente y ahí era sorprendida y mordida por el otro perro. Esto se repitió una y otra vez durante un tiempo inmedible por la tensión que se generó a causa de la violencia del espectáculo. Ante la visión del animal sangrante, muy lastimado, al cual de seguir así, en unos pocos segundos le llegaría la muerte, paré la pelea separando a los perros de ella.
Ese animal que siempre me había producido un rechazo instintivo, esta vez me inspiró lástima.
La víbora se arrastró hacia la cueva toda ensangrentada... pero viva...




Textos de Monte Lindo Grande (1998)


Yo, el Monte Lindo Grande

Soy un riacho. Mi nacimiento se pierde en la historia de los tiempos y en la variable geografía formoseña.
No soy de un gran caudal; pero en mi seno nace, crece, vive y muere gran cantidad de seres, de las dos especies: las estáticas o cuasi estáticas ‑ vegetales ‑ y las dinámicas ‑ animales.
Recorro en mi vivencia gran parte de la provincia de Formosa, contribuyendo a vivificar y hermosear esta región, la cual, si no fuera por mi presencia y la de mis hermanos cercanos, el Tatú· Pirú, el Pavao, el Porteño, el He He, sería inhóspita y desierta.
Desde que mi antecesor, el río Pilcomayo, rompiera su milenaria unión con su cauce y se dividiera en cientos de pequeños hilos de agua, muchos de los cuales desembocan en mí, he acrecentado mi caudal y a hacerlo más estable todo el año. Mi velocidad, por transitar una vasta llanura, es mínima y eso provoca que todo tipo de animales gocen de mi preciado y cambiante cuerpo ‑el agua‑. También al ser poco belicoso, mis costados ‑ las barrancas ‑ son firmes, y allí crece exuberante una rica flora de todas las edades y tamaños. Enanitos caraguataes, gigantescos urundais, guayaibíes, lecherones, ingaes etc., creando un marco de seguridad y de alimentación a innumerables especies de animales silvestres: monos, guazunchos, yacarés, carpinchos, lobitos de ríos, coatíes; aves como el tuyuyú cuartelero, mbiguá mboy, martín pescador, moitú, pueblan este rico monte que crece a mi vera; peces como surubíes, bogas, moncholos, dorados, pacúes, conviven en mi ondulante cuerpo, en una persecución sin fin entre unos y otros, configurando ciclos vitales de la naturaleza.
Finalmente, mi esencia se diluye para formar parte de un grande de mi raza: el río Paraguay.


La casa destartalada


Tras una larga travesía, llegamos al lugar que, previamente, en los mapas, habíamos elegido. La realidad superaba largamente los obstáculos imaginados, pero, una camioneta bien equipada, un excelente conductor y diez robustos peones, hicieron posible el poder acceder al punto geográfico colocado por el I. G. M.* varios años antes.
Era un paraje desolado, junto al río, de altas barrancas, donde sólo se mantenía a duras penas en pie, una destartalada casa, en la que se apreciaban todavía, su techo de tejas, que en alguna época fueron rojas, unas paredes en parte rotas, húmedas y despintadas; y sobresaliendo sobre una de ellas, que tenía a un costado un árbol que se notaba fue implantado, una ventana sin rejas, ni vidrio, ni nada.
Desde lejos, y entre los colores descriptos, su negritud impresionaba. ¿Por qué?
Cuenta la historia-leyenda —uno de los peones me la narró— que ahí habitaba un matrimonio y tres hijos.
Un buen día en que el padre no estaba —había salido a mariscar—, llegaron de tarde cinco forajidos de la otra banda —del Chaco— y se adueñaron del lugar. A la noche, y luego de una copiosa libación, violaron a la mujer reiteradamente y tras la resistencia de los chicos que ante tamaño ultraje salieron en defensa de su madre, los mataron a todos a machetazos. Luego durmieron la mona.
Temprano, al día siguiente, desaparecieron en la inmensidad del impenetrable monte chaqueño.
Cuando el padre regresó y se encontró con semejante atrocidad, presa de la desesperación se tiró al bravío Bermejo, quien piadosamente, en pocos segundos terminó con sus pesares.»
Esa noche, nadie durmió dentro de la casa. Yo lo hice en la cabina de la camioneta, dos de mis acompañantes en la carrocería y el resto armó sus camas alrededor de nosotros.
Al día siguiente, luego de haber dormido muy incómodo, me levanté, saludé y les pregunté:
— ¿Qué tal durmieron?
Los dos de atrás me contestaron casi al unísono:
—Nada.
— ¿Por qué? —les pregunté.
—Toda la noche sentimos, escuchamos cuando mataban a alguien. Estuvimos alerta todo el tiempo. Fue espantoso.
—¿Por qué no me despertaron ¿O a los otros?
—No nos animábamos ni a movernos —dijeron.
Ese día trabajamos como locos toda la jornada. La consigna era terminar y marcharnos cuanto antes, no tener que dormir otra noche en ese lugar.
Y lo logramos.

(*) I. G. M. es sigla de Instituto Geográfico Militar.

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